
El cruce de miradas
La palabra “aspecto”
proviene del latín aspectus que significa “mirada”. A muchos
sorprenderá esta etimología, pues el vocablo castellano parece significar
justamente lo contrario: lo que es mirado, o mejor, la apariencia externa
que algo ofrece, y principalmente alguien. Ésta última acepción, no
obstante, también la poseía el vocablo latino, sólo que fue perdiéndose en
su derivación castellana. Los antiguos, según deducimos de esta consulta al
diccionario, concebían el aspecto como unido a esta experiencia tan sutil, y
al mismo tiempo corriente, de la mirada que se da y se recibe recíprocamente
en el trato cotidiano. Tal simultaneidad entre ver y ser visto queda
particularmente de manifiesto en la palabra “look”. Como sabemos, este
vocablo inglés se usa actualmente en todos los idiomas para designar el
aspecto característico de una moda, un estilo, un modo de vestir, etc.
Este significado se consolidó a partir 1947, cuando Christian Dior tituló
“New Look” a una de sus colecciones de moda. Con ello se ponía de relieve
que “mirar” (look en inglés) está inseparablemente unido al hecho de
“ser mirado”, e incluso de “hacerse mirar”, y que cada aspecto
personal se configura en función de este intercambio visual. No se agota,
efectivamente, la apariencia humana en su mera descripción física, ni se
reduce a simple dato óptico, como lo demuestra la enorme dificultad para
crear un rostro humano mediante animación por ordenador. Ello se debe a que
el rostro humano es fundamentalmente una respuesta. Actuando como un
espejo, en efecto, mi rostro refleja continuamente el de mi interlocutor, al
tiempo que lo interpreta, lo responde y lo interroga. No significa esto que
nos miremos cara a cara como los enamorados. Para que haya reciprocidad
basta con moverse en el “campo magnético” de la mirada ajena, allí donde
ésta se hace sentir llenando el espacio con su novedad. Si toda relación del
hombre con el espacio es intencional, pues suscita una actitud, una
disposición espiritual, tanto más al contacto con otra presencia humana.
Cuando alguien, por ejemplo, penetra en la habitación donde trabajo, mi
“estar-en” se convierte súbitamente en “asistir-a”: me veo envuelto en ese
acontecer que es la existencia del otro, respecto al cual “tomo postura” en
sentido rigurosamente literal. Se instaura entonces entre nosotros un
diálogo silencioso, al cual se incorporan los objetos que miramos, que
entran así en el juego de nuestra reciprocidad. Según estemos solos o en
compañía, en efecto, nos fijamos en unas cosas u otras, o al menos de
distinto modo; nuestra mirada cambia cualitativamente; la realidad cobra
significados diversos. La Decoración y el Diseño conocen bien cómo varía la
“lectura” de los objetos domésticos en función del tipo de convivencia en
que se encuadran (1).
En el fondo este
entreveramiento o cruce de miradas no es sino la manifestación más elemental
de lo que los autores personalistas llaman “reciprocidad de las
conciencias”, fenómeno por el cual el hombre se sólo conoce plenamente a sí
mismo en el diálogo y en su apertura a la comunión interpersonal (2). De ahí
las profundas implicaciones morales del aspecto, pues en él queda
comprometida la vivencia de la propia intimidad y su realización en el plano
familiar y social.
La reciprocidad de la mirada se prolonga en el cuerpo
Si la mirada humaniza
el espacio y el tiempo tornándolos significativos, tanto más ocurre con la
dimensión espaciotemporal del hombre mismo, es decir su corporeidad. En
efecto, tendemos a interpretar el aspecto físico de nuestro prójimo a la
luz de su mirada, es decir, recapitulando en ella toda la figura, al
modo de una estructura con sentido unitario (3). Así configurada, la
corporeidad aparece como un rostro grande, que “habla” y “mira”
mediante la fisonomía, el gesto y el arreglo; en una palabra, comparece como
un look. Vivido así, el aspecto funciona como palabra fundamental
de la persona, siempre idéntica y sin embargo incesantemente nueva, con la
cual formulamos esa pregunta y esa respuesta que somos nosotros mismos. Esta
reciprocidad, no ya de la mirada, sino del aspecto o look, viene a ser la
estructura íntima de la presencia típicamente personal.
Sin embargo la
recapitulación de las partes en el porte, de lo físico en lo visual, del
cuerpo en la figura, etc., no es un proceso psicológico automático sino que
entronca con la libertad. Es, dicho, con otras palabras, un desarrollo
cultural de la naturaleza, muy especialmente en el caso de la mujer. La
recapitulación visual es inseparable de la interpretación ética y de la
invención estética: de ahí la extraordinaria riqueza de las artes de la
compostura: vestido, maquillaje, peinado, elegancia, etc. Cuando estas se
falsifican traicionando la naturaleza dialógica del aspecto, dan lugar a
graves dependencias psíquicas y morales, que hoy, como sabemos, se ven
potenciadas por el mundo de la imagen. El look sexualizante, por ejemplo,
carece de toda reciprocidad y en él nada “habla” de tú a tú; al contrario,
la persona se hurta al diálogo y renuncia a actuar desde sí misma.
Síntesis de fisonomía, arreglo y convivencia
Hemos hablado de
“formular” o “pronunciar” la palabra fundamental del aspecto. La estructura
somática de esta palabra es lo que llamamos fisonomía, incluyendo en
este concepto un elemento permanente ---el tipo corporal y las facciones---,
y otro cambiante ---el gesto---. Uno y otro se reconducen al rostro, en el
cual en cierto modo se resumen y condensan (4). No obstante, el límite entre
lo dado por la naturaleza (facciones) y lo modificado por la libertad
(gesto) es impreciso, pues con el tiempo la gesticualción habitual imprime
su huella en los rasgos faciales y en el tipo corporal, configurándolos de
modo estable. En este sentido es cierto el dicho popular de que, a partir de
cierta edad, la persona es responsable de la cara que tiene.
Sobre la fisonomía, y
prolongando el gesto, actúa el arreglo. Llamamos así al conjunto de
operaciones, instrumentos y usos con que cada persona asume su aspecto y lo
dispone para la convivencia. Para este fin no vale cualquier adorno
arbitrario, por bello que sea: es necesario antes “leer” en la propia
fisonomía aquellos rasgos que mejor expresan la intimidad o verdad interior,
para luego acentuarlos culturalmente. El arreglo cualifica lo que el cuerpo
especifica. Se trata de una auténtica respuesta artística a aquello
que la naturaleza insinúa y el sujeto capta con mayor o menor sensibilidad.
En la medida en que se logra, vestido, maquillaje y complementos se
in-corporan a la persona y se compenetran con ella: sólo entonces, cuando
brota de dentro, podemos decir que hay verdadero arreglo.
Este nexo intrínseco
entre arreglo e intimidad hay que defenderlo frente a cierto esteticismo
cosificante, que se empeña en interpretar la belleza femenina como “obra de
arte”. Es un grave error, vestigio de la estética decimonónica, que define
el arte únicamente en función de sus producciones (estatuas, cuadros, joyas,
etc.) y no de la actividad humana de que proceden (5). Sin embargo el
arreglo, atavío o compostura, aunque podamos considerarlo ciertamente como
palabra artística, no da lugar en rigor a una “obra de arte” sino a
una presencia personal. Y a diferencia de la artística, la humana es
una belleza con rostro, que sabe y responde de sí.
El arreglo es también
instrumento privilegiado con que la persona vive su condición sexuada. Las
dos versiones, irreductibles y complementarias, en que se da el ser humano
implican sendos modos, radicalmente diversos, de habérselas con su cuerpo. Y
es lógico que el arreglo, que es su humanización, refleje esta dualidad
originaria y la acentúe (6). Aquí es donde se funda la especial relevancia
que el arreglo presenta en la mujer. En ella el cuerpo es menos unitario
visualmente que el masculino, menos simple y esquemático, y más proclive a
ser visto “por partes” ya que éstas (senos, nalgas, caderas) no se integran
en el porte con tanta rotundidad y sencillez como en el varón. Por otro lado
ella vive su intimidad de un modo más corporal, lo que confiere a su cuerpo
una expresividad, plasticidad y sutileza peculiares, aunque también lo hace
más vulnerable a la ofensa y la degradación: la mujer desnuda está más
desnuda que el varón desnudo. Todo lo cual confiere al arreglo femenino un
carácter de tarea, creación y riesgo inexistente en el masculino. Ella
necesita una mayor dosis de imaginación y arte para “traducir” visualmente
la unidad interna propia de su intimidad, lo cual, aunque parezca un
defecto, es en realidad una rica experiencia de conocimiento propio y
autodominio, desconocida para el varón. Si en él tal unidad comparece en
términos de sencillez y gravedad, en ella se traduce en armonía y gracia,
que es una forma de unidad más personal y honda, ética y estéticamente más
comprometida. Eso significa que lo humano en cuanto tal se manifiesta
visualmente en la mujer con mayor claridad que en el varón. En cualquier
caso, debido a esta mayor mediación del arreglo, la mujer es sin duda más
dueña y creadora de su aspecto, aunque también más dependiente de él.
Mientras que el masculino se acerca a la literalidad de la fisonomía, el
femenino es más bien una invención, en el doble sentido de hallazgo y
creación personales.
Pero el arreglo no es
una configuración rígida y estática del aspecto, sino que participa de su
vida y movilidad. Las insinuaciones, calidades y sugerencias que contiene
varían al compás de la convivencia cotidiana. Si la persona puede
situarse en los distintos ambientes es precisamente en virtud de su
compostura, elegancia y urbanidad, con las cuales amplifica su gesto y su
palabra. Los acontecimientos a lo largo del día, sobre todo en el contexto
urbano, se incorporan así al aspecto, y con él al diálogo incesante que éste
mantiene. Surge entonces un interesante feedback donde la figura (rostro,
atavío, cosmética, etc) interactúa con los distintos escenarios, suscitando
significados y resonancias imprevisibles (7). Es una experiencia que nunca
puede reflejarse en toda su riqueza mediante la fotografía o el cine y que
merece la pena valorar (8). Recordemos que lo propio de la presencia humana
es su intencionalidad: nunca es un mero estar-ahí, como los objetos, sino un
personarse o retraerse; es tomar, de modo inesquivable,
postura moral ante las cosas, y sobre todo las personas.
Digamos, para resumir,
que el arreglo verdaderamente valioso, fundado en la naturaleza dialógica
del aspecto, consiste en una aprobación implícita de la existencia del otro;
arreglándose la persona anticipa y celebra el encuentro con los demás y se
dispone a asistir a esas vidas que enlazan con la suya. También existe por
desgracia un arreglo fraudulento y equívoco, con el cual la persona dimite
de sí y se somete a muy variadas dependencias afectivas o sexuales,
gregarismos ideológicos o mimetismos sociales.
Pablo Prieto
@andarynadar
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NOTAS
(1) Sobre la inserción del diseño en la vida cotidiana cfr.
Munari, Bruno, El arte como oficio, Labor, Barcelona
1994 (2ªed).
(2) NÉDONDCELLE, Maurice, La reciprocidad de las conciencias (trad.
José Luis Vázquez Borau), Caparrós, Madrid 1997. Una interpretación de esta
doctrina aplicada a la mirada puede verse en:
barbotin,
Edmond,
“El rostro y la mirada”, en El lenguaje del cuerpo, vol II: Las
relaciones interpersonales, Pamplona 1970, pp. 137-222.
(3) La percepción visual de la figura como un todo unitario dotado de
sentido ha sido ampliamente estudiada por la escuela de Psicología de la
Forma o Gestalt, que ha encontrado amplio eco en el terreno del arte.
La obra más clásica en este sentido es ARNHEIM, Rudolf, Arte y percepción
visual, Alianza, Madrid 1984 (5ª ed.).
(4) Gregorio MARAÑÓN rechaza la definición de gesto como “expresión del
rostro”, que es la más común en los diccionarios, alegando ser también gesto
el de la mano o el de la figura entera. Cfr. “Psicología del gesto”, en
Ensayos liberales, col. Austral, Espasa-Calpe, Madrid 1966 (6ª ed.), pp.
13-70. Creemos sin embargo que esta referencia al rostro pertence a la
esencia misma del gesto corporal, cualquiera que sea, pues el cuerpo se
“lee” a la luz del rostro y de él recibe su sentido humano.
(5) Cfr. TATARKIEWIZ, W., “El arte: historia de un concepto”, en Historia
de seis ideas. Arte, belleza, forma, creatividad, mímesis, experiencia
estética, Tecnos, Madrid 1997 (6ª ed.), pp. 39-78.
(6) En este punto nos apartamos de la tesis, frecuente entre teóricos de la
moda, de que el adorno surge por pura inducción social yuxtapuesta al
individuo y sin fundamento natural. Cfr. por ejemplo: “La respetuosa
decencia”, en Toussaint-Samat,
Maguelonne, Historia técnica y moral del vestido, Alianza Editorial,
Madrid 1994, vol. I, pp. 51-76.
(7) Sobre la importancia del contexto para la lectura del arreglo cfr.
ALVIRA, Rafael, “El espacio urbano y la moda”, en Nuestro tiempo nº
580, octubre 2002, pp. 12-21.
(8) No obstante es evidente la relación mutua, cada vez más intensa, entre
cine y vida cotidiana, en la cual la ficción anticipa, interpreta y modela
el comportamiento. Ello no debe hacer olvidar, sin embargo, que el acto de
arreglarse posee un carácter originario y soberano. Cfr.
Ayfre, Amedee, “Cine y
presencia personal”, en Henri Agel
(ed.), Cine y personalidad, Rialp Madrid 1963, pp. 39-68.
Sobre las relaciones entre vestido y cine cfr.
Belluscio, Marta, “Moda y
cine: fenómenos unidos”, en Vestir a las estrellas. La moda en el cine,
Ediciones B, 1999, pp. 11-35.