WALTER, Natasha, Muñecas vivientes. El regreso de sexismo, Turner, Madrid 2010
La autora es una periodista londinense, activista por los derechos humanos y feminista. Está casada y tiene dos hijos.
El libro quiere denunciar que hoy, a comienzos del siglo XXI, la sociedad está volviendo a posturas machistas que se suponían superadas después de los movimientos feministas del siglo pasado, y ello con la pasividad acrítica de las mismas mujeres, alienadas por la sociedad de consumo y por el determinismo científico.
La tesis viene avalada por abundante documentación periodística, y está salpicada de observaciones, a mi juicio, acertadas, lúcidas y valientes aunque, como diré, carentes de una visión suficientemente crítica sobre la persona y la mujer.
La obra se divide en dos partes claramente diferenciadas. La primera, “El nuevo sexismo”, versa sobre la hipersexualización de la cultura, consentida en gran parte por la mujer actual, que es causa de su propia degradación. La segunda, “El nuevo determinismo”, denuncia el excesivo crédito que se presta al supuesto fundamento científico de la diferencia varón-mujer. Digamos algo sobre cada una de estas partes.
La crítica al nuevo sexismo, feroz e implacable, me parece verdaderamente acertada y oportuna. Se denuncia aquí la aquiescencia estúpida de la sociedad a la prostitución en todas sus formas, a los espectáculos obscenos ofrecidos en multitud de discotecas, a la iniciación sexual de las niñas, a la banalización del sexo en los medios de comunicación, etc. Los ejemplos aducidos son verdaderamente crudos, y alguno tal vez innecesario. Lástima que la autora no advierta hasta qué punto la anticoncepción —que ella aprueba— fomenta este ambiente promiscuo que tanto censura.
En la segunda parte se llama la atención sobre un estereotipo de mujer muy difundido entre niñas y adolescentes, y que Walter achaca a intereses comerciales y a pasividad crítica. Es aquí, en las causas del estereotipo, donde el análisis no acaba ser hondo y convincente. Lo que sí da que pensar es el panorama que ella describe.
Se señala, por ejemplo, la exorbitada afición de la niñas actuales por las películas de princesas y su correspondiente merchandising, así como los productos de color rosa, mayor que en cualquier época pasada, lo cual probaría hasta qué punto las empresas —en este caso Disney— pueden crear una determinada idea de mujer y hacer que se consolide en la conciencia colectiva. Según la autora, tal imagen de mujer, inculcada desde la infancia, es falsa, machista y perjudicial.
Y posiblemente no anda descaminada, en efecto, ahora bien ¿hasta qué punto? Pues el caso es que no aporta un criterio de referencia objetivo a partir del cual distinguir lo impuesto de lo auténtico, lo postizo de lo natural. Es decir, carece de unos conceptos bien contrastados y fundados sobre naturaleza humana, sexualidad, persona o mujer, a falta de los cuales sus juicios no pasan de corazonadas o impresiones más o menos atinadas, pero sin llegar al fondo del problema.
Así sucede también a propósito del determinismo biológico, criticado al final del libro. Aquí el machismo encubierto, e inconscientemente aceptado por las mujeres, vendría provocado por los recientes avances en el campo de la neurociencia y la endocrinología, que han puesto en evidencia las diferencias cerebrales y hormonales entre varón y mujer. Walter no niega estos descubrimientos, pero considera que se han exagerado a nivel divulgativo y se han interpretado rígida y abusivamente. Según esta interpretación espuria, la ciencia marcaría a la mujer determinados roles sociales y familiares, y refrendaría ciertas conductas y actitudes como “científicamente” femeninas, por ejemplo el instinto materno, la inclinación al hogar y sus tareas, la afición por determinados estudios y profesiones (por lo general subsidiarias del varón y peor remuneradas), por el cuidado de los niños, etc. Como si la feminidad pudiera “deducirse” científicamente de los datos biológicos.
Y tampoco en este punto le falta razón. Hay, en efecto, cierta corriente en el seno del “feminismo de la diferencia” que recurre a los argumentos científicos de modo superficial y acrítico, como si la ciencia empírica fuera la panacea para comprender algo tan complejo como la diferencia mujer-varón —o lo que es peor, como si la ley natural se identificara con el código genético—. (Así sucede a veces, dicho sea de paso, en el debate sobre la educación diferenciada). Pero volviendo a lo comentado más arriba, tampoco aquí Walter propone un criterio de discernimiento para distinguir entre determinismo naturalista y naturaleza humana. Pues si es cierto que la feminidad no reside en los niveles de oxitocina ni en la peculiar estructura del cerebro femenino, tampoco puede negarse que datos de este tipo carezcan de un significado antropológico. No son la quintaesencia de la feminidad, pero ¿cómo negar que apuntan a ella?
PPR
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