lunes, 22 de agosto de 2022

Barrer y señorear


Este rincón del universo que me guarda y me define, este espacio limitado y preciso donde yo soy más yo, o sea mi casa, necesito reconquistarlo periódicamente, imponerle mi ley, llenarlo de mi presencia. Por este motivo, entre otros, lo barro. También para quitarle el polvo, claro está, pero cuando paso la escoba siempre es más lo que pongo que lo que quito. Lo que pongo sobre el suelo es… a los míos, mi familia. 

Los pongo con la intención porque la limpieza consiste en eso, en “hacer hueco” a las personas, ensanchar el espacio espiritual, domesticarlo. En cambio la suciedad estrecha y quita oxígeno. Me adueño, me posesiono de mi casa, la veo con nuevos ojos. Barrer es apersonar el espacio. 


Con esta modesta operación les declaro mi aprecio, preparo nuestro encuentro, anticipo su presencia. Porque la habitación limpia saluda al que llega diciéndole “bienvenido”, “estás en tu casa”, “come in”.  


Consiste más en dar que en hacer. Algún analfabeto doméstico se quedará en el hacer de la escoba, zas, zas, repetitivo y mecánico, pero olvidará el dar que lo llena de sentido. Pues barrer es dar la casa a quienes la habitan, convertirla en flamante regalo, estrenarla para ellos. 


Lugar de todo y de todos, el suelo es el símbolo de la aceptación incondicional que define a la familia, que se formula del siguiente modo: “no te acepto por lo que tienes, puedes, sabes o prometes, sino por ser quien eres”. 


Y de ahí que barrerlo y fregarlo sea aceptar a la persona en cuanto plantada en la existencia (ex-sístere: ‘estar de pie, erguida, plantada’). Es asentir a su existencia, hacerle hueco en el mundo, aceptarlo por lo que es.


Amor meus pondus meum: mi amor es mi fuerza de gravedad, decía san Agustín. Y el suelo, este suelo, me lo recuerda. Hasta el simple pisar el suelo puede ser un acto de amor, todo depende del “peso” de nuestro corazón.