Arlie R. HOCHSCHILD, La mercantilización de la vida íntima. Apuntes de la casa y el trabajo, Katz, Madrid 2008, 386 págs.
Arlie Russell Hochschild (1940, Boston, Massachusetts) realizó estudios en la universidad de California en Berkeley, donde luego permaneció como profesora. Es conocida principalmente como fundadora de la sociología de las emociones. Ha publicado numerosas obras difundiendo su tesis, con gran éxito en ámbito anglosajón. En español sólo se ha publicado, por ahora, la que reseñamos aquí.
El libro
Consta de diecisiete ensayos, aparecidos con anterioridad en diferentes publicaciones. Pese a su gran número, funcionan bien como capítulos de un solo libro por su coherencia y buena concatenación. Abordan desde distintos puntos de vista las relaciones entre trabajo y familia, analizadas siempre desde la “sociología de los sentimientos”. El interés, por tanto, se centra en el modo en que la gente administra sus sentimientos para hacer frente a las diversas situaciones. Desfilan por sus páginas temas como la colaboración en las tareas domésticas, el trabajo extradoméstico de la mujer, la convivencia conyugal y familiar, la implicación de las empresas en la conciliación, la situación de las madres inmigrantes, la cultura de género, el ámbito profesional del care, la imagen femenina en los medios de comunicación, etc. El estilo es ágil y ameno, repleto de ejemplos, testimonios personales y datos bien contrastados.
Destacamos en esta reseña algunos aspectos que nos parecen más interesantes en orden a una Teoría del Hogar.
Para la autora los sentimientos humanos constituyen una perspectiva no sólo válida, sino imprescindible, para los estudios sociológicos, pues ciertas realidades de gran calado social sólo son perceptibles a la luz de los vínculos afectivos. Los conceptos básicos de esta teoría se recogen principalmente en dos ensayos de este volumen: La capacidad de sentir (p. 111-127) y La elaboración del sentimiento (p. 129-153).
Según la autora, los padres de la sociología (Marx, Compte, Durkheim) se desinteresaron por los sentimientos debido al contexto ilustrado en que elaboraron sus teorías, proclive al racionalismo. En una concepción racionalista, en efecto, resulta imposible plantearse este tipo de sociología, pues toda relación entre sentimiento y conducta sería contingente: los sentimientos no serían más que eventos mentales privados, pura modificación de la autoconciencia del sujeto, sobre la que es imposible construir un discurso científico. Más aún:
«Cuando miramos a través del prisma de nuestra cultura racionalista, vemos la emoción como un impedimento para actuar y para percibir el mundo tal como es en realidad» (p. 112).
Este empobrecimiento científico está marcado, además, por un sesgo sexista que la autora no deja nunca de señalar:
«Esta búsqueda desacertada que sólo nos permite estudiar los aspectos más objetivos y mensurables de la vida social coincide con los valores de la cultura tradicional “masculina”, a la que las mujeres académicas, por exclusión, han estado en cierto modo menos expuestas. Pero si procuramos acercar la sociología a la realidad cerrando un ojo para no ver los sentimientos, el resultado será muy pobre. Necesitamos abrir ese ojo y reflexionar acerca de lo que vemos» (p. 112).
Por eso Hochschild opta por una noción de sentimiento fundamentalmente realista, aunque admita algunas precisiones:
«Por “emoción” me refiero a la conciencia de la cooperación corporal con una idea, un pensamiento o una actitud, y a la etiqueta adosada a esa conciencia» (p. 111).
Es realista en cuanto presupone que la “idea”, “pensamiento” o “actitud” de que habla apuntan a algo, son respuesta a una realidad, percibida con suficiente certeza, aunque sea por vía afectiva. Esta experiencia, según Hochschild, siempre está inscrita en una trama social, es decir, incluye necesariamente una toma de postura frente a convenciones, reglas y tradiciones (la etiqueta adosada al sentimiento).
Tal definición apunta a tres procesos que se dan simultáneamente en el acto de sentir, y que en la práctica son indiscernibles:
a) sentir implica saber que se siente;
b) saber que se siente implica juzgar si lo que uno siente es lo correcto aquí y ahora (juicio social);
c) juzgar sobre la corrección del sentimiento implica asumirlo en un sentido u otro, es decir, modelarlo: reprimirlo, potenciarlo, dirigirlo, etc (elaboración en gran medida obra de las virtudes).
Estos tres momentos, como es lógico, interaccionan constantemente: según cómo yo administro habitualmente mis sentimientos (momento c), así tiendo a experimentarlos (momento a), lo cual modifica a su vez el juicio que me hago de ellos (momento b).
«Tanto el acto de “conectarse con el sentimiento” como el “tratar de sentir” pasan a integrar el proceso que hace del sentimiento con que nos conectamos lo que este es. Al manejar el sentimiento, en parte lo creamos» (p. 187).
Consciente de la complejidad del fenómeno, Hochschild, sin embargo, no se pierde en disquisiciones psicológicas o antropológicas, sino que se ciñe al terreno propiamente sociológico. Desde él intenta mostrar, con datos estadísticos y ejemplos de la calle, hasta qué punto los mecanismos aparentemente impersonales de la economía, la política o el derecho marcan las pautas de lo que es normal sentir en tal o cual situación, y cómo se da una intensa ósmosis emocional entre el ámbito público y el privado, entre lo mercantil y lo íntimo.
Ejemplo paradigmático de ello es la colaboración en las tareas domésticas. Según sean los códigos de género imperantes en el entorno de los esposos, o en la mentalidad de cada uno de ellos, así será comprendida, valorada y sentida dicha colaboración. Más abajo volveremos sobre este punto a propósito de La economía de la gratitud (p. 155-176).
El caso es que existe, según la autora, un diccionario emocional colectivo (cfr p. 181), latente pero compartido por todos, que dicta el sentimiento adecuado para cada ocasión, y por tanto lo que es digno de agradecimiento, deseo, amor o repulsa en cada contexto social.
No quiere decirse que Hochschild defienda un determinismo social que niegue la libertad humana. Ella rechaza por igual tanto el determinismo organicista, que atribuye los sentimientos a los impulsos orgánicos (Freud, Darwin), como el interaccionista (Gerth, Goffman, Lazarus), que los achaca íntegramente a factores psicosociales. Frente a ellos, la autora sostiene la posibilidad de un verdadero gobierno sobre los propios sentimientos, por más que éste sea limitado e indirecto. El hombre, en efecto, es capaz de asumir libremente tanto sus impulsos orgánicos como las influencias psicosociales para elaborar libremente, a partir de todo ello, una disposición sentimental más o menos estable.
«La elaboración de las emociones difiere del “control” o de la “supresión” de las emociones. Estos dos últimos términos sugieren un mero esfuerzo por aplastar o evitar los sentimientos, mientras que el concepto de “elaboración” se refiere, de manera más amplia, al acto de evocar o configurar el sentimiento, así como al de suprimirlo. Evito el término “manipulación” porque sugiere una chatura que no aspiro a implicar» (p. 141).
Esta labor de “manejo” o management emocional, como lo llama la autora (que titula otro de sus libros, precisamente, The managed heart) no es un mero ejercicio privado, sino parte integrante de la competencia profesional de muchos trabajos, tales como ama de casa, azafata, niñera, enfermera, sacerdote, etc (cfr p. 152). Estos se caracterizan por una notable elaboración emocional, que no es necesariamente sinónimo de afectación, falsedad e hipocresía. La amabilidad de una azafata, la cordialidad de un dependiente, la sensibilidad y ternura de una profesora de educación infantil son sentimientos auténticos, y al mismo tiempo ejercicio de responsabilidad profesional y social. En la frontera misma de lo público y lo privado, e ignorados por eso mismo por la mayor parte de los sociólogos, estos sentimientos constituyen para la autora la clave para comprender, entre otras cosas, el capitalismo moderno.
Los cuatro modelos de familia
El enfoque metodológico que acabamos de resumir lo aplica Hochschild sobre todo al análisis de los conflictos familiares surgidos a propósito del trabajo, ya sea fuera o dentro del hogar. Este es en realidad el tema de fondo de la mayoría de los ensayos recogidos en el presente volumen, especialmente los titulados Los códigos de género y el juego de la ironía (pp. 71-88), Los caminos del sentimiento (pp. 189-203), La cultura de la política (pp. 306-322) y La economía de la gratitud (pp. 155-176). Son análisis amenos y jugosos, repletos de intuiciones certeras, que demuestran un fino conocimiento de la problemática familiar moderna.
Para la autora, la auténtica piedra de toque de las relaciones entre matrimonio y trabajo son las tareas domésticas. La actitud frente a ellas de cada miembro de la familia revela las reglas sentimentales por las que se rige, consciente o inconscientemente, y los principios sobre los que basa su relación con los demás. Esta actitud tiene lugar según cuatro modelos básicos, en cada uno de los cuales las tareas del hogar se interpretan y se sienten de modo diverso (cfr p. 309). Los describimos a continuación, añadiendo lo que nos parecen sus ventajas e inconvenientes:
1) MODELO TRADICIONAL: Es el conocido esquema breadwinner-housewife: se supone que el marido debería trabajar fuera de casa y la mujer dentro, cuidando de la casa y los hijos. Ventajas: se realza el papel de la mujer como inspiradora de toda la vida doméstica y se subraya el vínculo entre maternidad y tareas. Inconvenientes: Cuando las necesidades económicas de la familia exigen el trabajo extradoméstico de la mujer, éste provoca inestabilidad emocional y conflictos entre los cónyuges. Por otro lado, existe el peligro de imponer este modelo a la mujer argumentando ser su papel natural (e incluso invocando para ello la autoridad divina). Se perpetúa así un concepto pseudocientífico y machista de naturaleza humana, y se coarta la legítima ambición de muchas mujeres a ejercer una profesión fuera del hogar, y a realizar los estudios correspondientes. Por otro lado, la consideración de este oficio como natural en la mujer, además de dar pie a la pasividad de los varones en las tareas del hogar, induce a olvidar el carácter profesional de este trabajo, y a reforzar rígidamente la división entre los ámbitos privado y público.
2) MODELO POSMODERNO: Es el que minimiza el valor del cuidado y reprime (artificialmente) su necesidad: “no necesito que me cuiden”; “a los niños les viene bien que aprendan a cuidarse solos”; “la comida precocinada no está tan mal”; “no hay que exagerar con la limpieza y el orden”; “en casa nos gusta ser campechanos e informales”, etc. (Este modo de pensar es el que adopta Betty Friedan en La mística de la feminidad, como reacción al modelo tradicional. Según Friedan, el trabajo del hogar estaría idealizado, y por tanto deberíamos desmitificarlo y convertirlo en una cuestión más bien práctica y secundaria). Inconvenientes: Cabe la tentación de que toda la familia, incluida la madre, olvide el papel insustituible de la mujer en el hogar. La familia de este modo se desfeminiza, con lo que ello supone para la convivencia conyugal y la educación de los hijos.
3) MODELO MODERNO-FRÍO: Consiste en institucionalizar todas las formas de cuidado humano (cfr. p. 320). Por ejemplo promoviendo y subvencionando residencias de la tercera edad y amplios horarios en las guarderías. Muchas empresas también ofrecen comedores de calidad a sus empleados y guarderías, salas de lactancia, etc. El fin es facilitar que las familias tengan menos que hacer en casa para que puedan hacer más en la oficina. Inconvenientes: Aquí las tareas del hogar se ven más como problema a resolver que como cuidado (caring). Por tanto se pierde de vista el carácter profesional de dichas tareas, juzgándolas mera cuestión privada. Ello empobrece, no solo la calidad del trabajo doméstico, sino de los oficios incluidos en el ámbito del care, que tienen al ama de casa como punto de referencia profesional.
4) MODELO MODERNO-CÁLIDO: «Es moderno porque las instituciones públicas participan en la solución y cálido porque no delegamos en ellas toda la tarea de cuidar» (p. 321). Aquí se valora el hogar en cuanto tal, se aprecia la dimensión de cuidado de sus tareas, y al mismo tiempo se reconoce el legítimo interés de muchas mujeres por trabajar fuera del hogar, no sólo por necesidad sino por vocación y por inquietud cultural, y también se reconoce la aportación femenina en todos los ámbitos profesionales. (Este enfoque es el de la revista norteamericana Working Mother, que llama a sus lectoras workmoms). Ventajas: Las habilidades y competencias adquiridas por la workmom en su trabajo extradoméstico —administrativas, pedagógicas, técnicas, sanitarias, artísticas, etc— perfeccionan, con la debida adaptación, el trabajo doméstico, dotándolo de un estilo moderno y abierto a la sociedad. Y viceversa, también las workmoms mejoran con su sentido de hogar la profesión que desempeñan fuera de él. Especialmente esta labor de ama de casa ilumina como un faro todo el ámbito profesional del care y confiere prestigio a lo que Hochschild llama trabajo emocional. Dificultades (más que inconvenientes): Conseguir este equilibrio requiere gran esfuerzo y creatividad personales para organizar la propia jornada, e incluso una formación específica seria. La workmom, además, debe involucrar a todos los miembros de la familia en este empeño, inculcándoles sentido de la corresponsabilidad e impartiéndoles formación doméstica; de otro modo su proyecto de conciliación acabaría en una doble jornada insoportable. Y junto a esta cultura doméstica de la corresponsabilidad,
se requiere, además, coraje político para difundir una cultura pública del cuidado en el ámbito laboral, promoviendo el necesario apoyo institucional. Noruega, Suecia y Dinamarca son —según la autora— pioneras en este sentido (p. 321).
Hochschild concluye su análisis decantándose —pensamos que con acierto— por el modelo moderno-cálido, por reunir las ventajas de los tres anteriores, aunque sea el más exigente de todos:
«De los cuatro modelos, el tradicional se vuelve hacia el pasado, los dos “modernos” miran hacia el futuro, y el posmoderno hace del “aguante” una virtud en la dolorosa transición entre el pasado y el futuro. De los cuatro, sólo el ideal moderno-cálido combina características de la sociedad que son cálidas y modernas a la vez. Lo hace abogando por cambios básicos tanto en la cultura masculina como en la estructura laboral. Así, el modelo moderno-cálido llama a luchar en tres terrenos: la participación de los hombres en las tareas domésticas, la flexibilización de los horarios laborales y la valoración del cuidado» (p. 321).
La economía de la gratitud
Los modelos mencionados suponen cierto consenso en ambos cónyuges, que deciden organizar su convivencia de acuerdo con las mismas reglas sociales y afectivas. Pero Hochschild va más allá y se interesa por un caso mucho más frecuente: cuando marido y mujer discrepan a la hora de interpretar y “sentir” las tareas domésticas. Es un tema complejo, en el que confluyen cuatro perspectivas de estudio: el trato conyugal, las tareas domésticas, los códigos de género y la ética.
Hochschild aborda la cuestión desde el terreno estrictamente sociológico, pero con mente abierta a las múltiples implicaciones psicológicas, morales, e incluso sexuales, que entraña la cuestión. Para ello sigue muy de cerca al eminente etnólogo francés Marcel Mauss, en su obra Ensayo sobre el don (1924), donde pone de relieve la importancia del regalo —y la correspondiente gratitud— en las sociedades tribales. Para Mauss el vínculo no mercantil —es decir, el regalo— crea a su vez un vínculo social que se encuentra en el origen mismo de la sociedad humana. (Las ideas de Mauss han dado lugar a toda una teoría social y económica: véase en Wikipedia Economía del don).
¿Hasta qué punto las tareas domésticas se perciben como un don en el ámbito doméstico? Hochschild describe el problema del siguiente modo:
«Tomemos el ejemplo de las tareas domésticas en el que ambos cónyuges trabajan. El marido se ocupa del lavado de la ropa, tiende las camas, lava los platos. En comparación con su padre, su hermano y varios hombres de su cuadra, este marido ayuda mucho más en su casa. También hace más de lo que hacía dos años atrás. En general, cree que ha hecho más de lo que su esposa razonablemente podría esperar, y con buena predisposición. Cree que le ha dado un regalo y que ella debería sentirse agradecida. Sin embargo, su esposa ve las cosas de otro modo. Además de trabajar en la oficina durante ocho horas, se ocupa del ochenta por ciento de las tareas domésticas. En relación con lo que hace ella, en relación con lo que quiere esperar de él y con lo que cree que merece, recibe bien la contribución de su marido, pero no la considera adicional: no la ve como regalo. Como consecuencia, se “malogra” la recepción del regalo que hace el marido, y ello ocurre porque cada cónyuge ve este regalo a través de diferentes prismas culturales. Mediante la creación de diferentes prismas para el hombre y para la mujer, las fuerzas sociales pueden reducir la gratitud» (p. 157).
Con entrevistas y datos diversos la autora ilustra este tipo de situaciones, a veces dramáticas y de graves consecuencias para la vida matrimonial. En efecto, cuando las tareas domésticas no se interpretan del mismo modo por marido y mujer, la comunicación entre ambos se perturba e incluso llega a romperse. Pero no basta con que esta “lectura” sea concorde, sino que también debe ser realista, pues las tareas domésticas tienen un significado preciso: son un don, que debe ser ofrecido y agradecido como tal. Cuando esto se logra, no sólo se llega a una convivencia armoniosa en el ámbito privado, sino que se consolidan las bases —el estrato primordial— sobre el que se asienta la sociedad entera:
«La economía de la gratitud es un estrato vital, casi sagrado, casi primordial, en gran medida implícito en los vínculos íntimos. Es el resumen de todos los regalos sentidos. Algunas economías maritales prosperan, y otras se tambalean. Para que la economía de la gratitud se desarrolle saludablemente, es crucial que exista una interpretación compartida de la realidad, de manera tal que ambas partes coincidan en sus concepciones de regalo. A su vez, una interpretación compartida de la realidad se basa en un patrón compartido de expectativas previas, que a menudo se origina en una historia compartida» (p. 157).
Algunos aspectos positivos del libro
La autora procura mantenerse en todo momento dentro de los límites de la sociología, lo cual demuestra una honradez intelectual muy de agradecer. La obra, en efecto, bordea constantemente delicadas cuestiones filosóficas, psicológicas, éticas, políticas y religiosas en las que resulta muy tentador sacar conclusiones fuera de lugar. Hochschild, en cambio, se ciñe con imparcialidad al resultado de sus investigaciones, lo que le preserva de ciertos dogmatismos ideológicos frecuentes en estos temas (con alguna excepción, por ejemplo en lo referente al “matrimonio homosexual”, p. 251). Adopta, eso sí, una perspectiva netamente feminista y emplea profusamente los conceptos usuales en el pensamiento de género, pero sin adherirse a una corriente determinada o defender una postura política. Ejemplo de ello es su análisis, equilibrado y sereno, del problema de la mujer trabajadora, que hemos comentado más arriba (“los cuatro modelos de familia”).
En cuanto a la sociología de los sentimientos, tema de fondo de éste y otros libros de la autora, representa sin duda una gran aportación, cargada de intuiciones y sugerencias. Su estudio arroja poderosa luz sobre la trascendencia social del cuidado (care, caring), y en particular del servicio y la gratitud, que no son meros sentimientos privados sino actitudes genuinamente profesionales, y por tanto, sociales. Es lo que Hochschild llama —con expresión que se ha hecho célebre— trabajo emocional (emotional labour).
También parece un acierto, como apuntábamos más arriba, la noción de sentimiento empleada por Hochschild, básicamente realista, lo que supone superar el intelectualismo moderno (con su típico sesgo machista) y la consiguiente interpretación reductiva de los afectos, propia de corrientes biologicistas, psicologistas y conductistas.
Tal amplitud de miras favorece un encuadre sociológico sólido de la educación de los sentimientos (cfr p. 117-127), que resulta sumamente oportuno para enfocar, en el contexto actual, una auténtica ética de virtudes.
En este sentido son magistrales las reflexiones de la autora sobre el arte de leer los sentimientos, interpretarlos y modelarlos, sobre todo porque subraya sin tapujos la gran trascendencia social de esta tarea (cfr p. 122), en la cual suele destacar la mujer, y más en concreto el ama de casa.
Todo ello conduce a una revisión crítica de la vieja dicotomía público/privado. A la luz de la sociología de los sentimientos esta barrera aparece más flexible y dinámica; no sólo separa, sino que sobre todo une la vida familiar y la profesional, haciendo circular entre ambas una misma corriente de sentimientos, actitudes e ideas. Entre lo público y lo privado, en efecto, entre lo mercantil y lo íntimo, entre la política y el hogar, tiene lugar lo que podría llamarse —con fórmula nuestra— una ósmosis emocional, que renueva y enriquece incesantemente el tejido social. Indirectamente, pero de muchos modos, todas las reflexiones de Hochschild apuntan a la persona como eje sobre el que pivota este fecundo intercambio.
Otra aportación interesante es el concepto de lo que ella llama diccionario emocional colectivo (cfr p. 181), es decir, el conjunto de reglas —generalmente subconscientes— de lo que debe sentirse en cada circunstancia. En el fondo se trata de la vieja idea de decentia (de decet: lo adecuado, decoroso, digno, gracioso), tan necesaria para la educación cívica y la convivencia social, y tan abiertamente denostada por los movimientos juveniles de los años 60. Hochschild la recupera situándola en su contexto plenamente moderno, aunque —todo hay que decirlo— sin captar a fondo su calado antropológico y moral.
Pero la contribución más importante de esta obra en orden a una Teoría del Hogar acaso sea su brillante análisis de la economía de la gratitud. En efecto, como comentábamos más arriba, se trata del punto neurálgico donde confluyen amor conyugal, pautas de género y trabajo. El quid de la cuestión reside en las tareas domésticas, que funcionan en la vida matrimonial como un lenguaje en el que marido y mujer deben entenderse necesariamente, pues de otro modo las demás formas de comunicación entre ellos —incluido el sexo— se deterioran, y la convivencia se resiente. Ahora bien, no basta con pactar la distribución de las tareas desde un punto de vista práctico, sino que es menester sentirlas como un don, un regalo mutuo, que debe ser ofrecido y agradecido como tal.
Aquí Hochschild apunta, seguramente sin pretenderlo, a la esencia misma del matrimonio, que no es otra sino el don mutuo que varón y la mujer hacen de sí mismos, y que por su propia naturaleza tiende a encarnarse en una comunidad de vida. Esta encarnación, es decir, esta traducción de los lazos matrimoniales y familiares en términos de lugares, tiempos, tradiciones, instrumentos, tareas, trabajos, etc, es lo que llamamos hogar. Es el hogar mismo, por tanto, el que está configurado como un regalo mutuo, nunca ofrecido y recibido del todo, pues su donación se renueva incesantemente a lo largo de la vida en común, y se extiende a los demás miembros de la familia. Aquí radica la extraña fuerza unitiva de las tareas domésticas y su hondo significado antropológico, que les impide ser equiparadas sin más a cualquier otro trabajo. Y también aquí reside el carácter genuinamente social de estas labores, punto de referencia imprescindible y clave hermenéutica para todo el ámbito profesional del care y, a través de este, mediante los complejos mecanismos de la terciarización, a toda la sociedad.
PPR
Muy interesante para la víspera del día internacional de la mujer.
ResponderEliminarEs importante interiorizar para vivir.
Gracias