sábado, 12 de febrero de 2022

Contemplación y vida cotidiana

 



¿Qué entendemos por “contemplación”? ¿Cómo acercarnos a la realidad contemplativamente, es decir, abriéndonos a la belleza con admiración y seriedad? Pablo Prieto.



A vueltas con las palabras

 

La palabra contemplación proviene del latín comtemplum, que designa la plataforma junto a algunos templos paganos, desde la cual los sacerdotes escudriñaban el firmamento y auguraban los designios de los dioses. De ahí proviene contemplari, con el significado de mirar en lontananza, atisbar el horizonte, admirarse de algo grandioso, etc. La contemplatio latina traduce a su vez el término griego theoria, de thea, visión, y alude a la mirada abierta de par en par a la verdad, exenta de pretensiones prácticas inmediatas. Ejemplo de ello es una de las acepciones que el Diccionario de la Real Academia atribuye a la palabra castellana “teoría”: ‘procesión religiosa entre los antiguos griegos’. Todo lo cual nos indica de entrada que la contemplación es una experiencia ligada al misterio de lo trascendente, sin que esto signifique estar reducida a la esfera de lo estrictamente religioso.  

 

El término actual que mejor refleja el significado primitivo de theoria (y por tanto de la contemplatio latina) es ‘teatro’. Contemplar, en efecto, significa acercarse a la realidad como a un espectáculo donde, como sucede en la escena dramática, todas las cosas (personas, palabras, acciones, objetos) no están ahí sin más, sino que apuntan a un sentido, responden a un argumento, cuentan una historia. Hay, pues, en la contemplación cierta perspectiva teatral, por la cual tomamos distancia frente a la realidad para verla como un todo lleno de sentido. Tal distancia, sin embargo, no nos descompromete del espectáculo que contemplamos, como querría cierto esteticismo decimonónico; al contrario, es entonces cuando sentimos nuestra vida implicada vocacionalmente en ese orden misterioso que se nos revela de repente.  

 

El nexo etimológico con el teatro nos permite comprender otro rasgo típico de la contemplación: su carácter sorprendente y festivo. La contemplación, en efecto, tiene lugar ante algo percibido como único e irrepetible. Y lo que hace que la unidad, propia de todo ser, se perciba como unicidad, es el hecho de presentarse inesperadamente, como un don gratuito que nos estaba reservado. Entonces surge espontáneamente una respuesta de aprobación festiva que se refiere no sólo a aquello que contemplamos, sino a la totalidad de cuanto existe, aprobación que es eco de aquella otra con que culminó la creación: “Y vio Dios todo cuanto había hecho y todo estaba muy bien”  (Génesis 1, 31). Esta revelación gratuita de la verdad (recordemos que ‘verdad’ en griego es ‘aletheia’, desvelamiento) es el modo de conocimiento más perfecto que cabe en este mundo. Y esta forma de presentarse la verdad, el esplendor y claridad con que se manifiesta, la voz con que interpela al hombre, la reverencia que inspira, etc., es lo que llamamos belleza. Contemplación y belleza, pues, se implican necesariamente: no hay la una sin la otra. Podría definirse, por tanto, la contemplación como aquella actividad humana en que la verdad se revela como belleza.   

 

Por referirse a la verdad, la contemplación es, por un lado, asunto del intelecto, y así lo entiende la filosofía clásica al definirla como simplex intuitus veritatis, mirada directa a la verdad, sin mediación de razonamiento o discurso alguno. Por otro lado la contemplación, como vivencia que es, expresa y acentúa la unidad de cuerpo y espíritu que es la persona, unidad que la tradición judeocristiana denomina ‘corazón’. En este sentido la contemplación es ante todo incumbencia del corazón: esa bodega íntima donde el saber se torna sabor, donde lo inteligible se vive como gozo, fiesta, deleite. “Noticia sabrosa” llaman a la contemplación los místicos. En ella el hombre pregusta, siquiera fugazmente, la plenitud a que ha sido llamado, atisba el sentido último de su existencia, preludia, en una palabra, la felicidad: “la bienaventuranza imperfecta —afirma Tomás de Aquino— tal como puede ser poseída en esta vida, consiste primera y principalmente en la contemplación” (C.G. 3, 40). Esta sentencia alude también a otra característica de la contemplación: su carácter radicalmente insuficiente para quien la vive, el cual siempre queda insatisfecho y anhelante. A ello se refiere San Juan de la Cruz al advertir en las criaturas “un no sé qué que quedan balbuciendo” (Cántico Espiritual, 7).  

 

 

Contemplación y verdad

 

Por ser pura aceptación de la verdad, la contemplación es, como hemos dicho, la forma perfecta de conocimiento. Ello significa que, a pesar de su apariencia pasiva, comporta una verdadera acción, responsable y comprometedora; no es mero estado anímico, en el cual el hombre “deja hacer” lánguidamente, llevado de una inercia mortecina. Nada más lejos de la auténtica contemplación; en ella pronunciamos un fiat, hágase, que implica aprobar, acoger y celebrar la verdad, actitudes en las cuales la persona se compromete máximamente y decide sobre sí. Existe, sin embargo, en nuestra civilización utilitarista, un profundo menosprecio de la contemplación. Este prejuicio se debe en gran medida a que la razón instrumental, propia de las ciencias naturales, es propuesta como paradigma de todo otro saber. Lo propio de este conocimiento, de tipo silogístico y demostrativo, es referirse a algo que está ausente, pues consiste esencialmente en una búsqueda. La contemplación en cambio tiene lugar en presencia de su objeto, sobre el cual posa una mirada serena y complacida; es un saber, en palabras de Pieper, “no pensante sino mirante”. Otra razón del moderno menosprecio de la contemplación es el hecho de producirse por connaturalidad afectiva con el espíritu, es decir, presuponiendo en la sensibilidad humana la aptitud para ser informada por el alma espiritual, cosa del todo opuesta a la mentalidad racionalista. Conviene notarlo porque la atrofia del conocimiento contemplativo (el estético y simbólico frente al pragmático y utilitario) perjudica enormemente la calidad humana en las relaciones interpersonales y, de modo particular, posterga la dimensión femenina de la cultura. Juzgando los sentimientos como “estados psíquicos” opacos al espíritu, o bien se los acaba privando de su intrínseco valor ético, incurriendo así en una ética formalista (Kant, puritanismo religioso, moralismo laicista), o bien la ética misma se “psicologiza”, cayendo así en un conductismo naturalista. Cualquiera de los dos extremos conlleva un menosprecio del talante sapiencial de la mujer, eminentemente intuitivo.   

 

 

Contemplación y amor

 

De acuerdo con la tradición platónica, el amor (eros) se despierta en la contemplación la belleza sensible (Banquete 203-204 y Fedro 247-257). Es lo que la experiencia amorosa de todos tiempos entiende por “flechazo” o enamoramiento. En efecto, si el amor puede ser descubierto y vivido como vocación, como sucede en el auténtico noviazgo, es en virtud de la contemplación recíproca entre los amantes, en la cual se experimenta la llamada a una entrega mutua, irrevocable y exclusiva.  (Hay que advertir que el flechazo verdaderamente contemplativo es infrecuente. Bajo el nombre de amor, como es sabido, circulan infinidad de sucedáneos y mezcolanzas). De ello deriva una verdad muchas veces pasada por alto: que la belleza por antonomasia es la personal, la de alguien más que la de algo, la que resplandece en un rostro concreto más que la que ofrece la vida silvestre o el arte. La verdad que busca ansiosamente el alma, según el mito platónico de las alas, sólo se torna amable bajo la forma de un “tú”. Es sobre el horizonte del nosotros, de la comunión interpersonal, donde destacan verdaderamente las mencionadas formas de belleza no estrictamente personales, y donde alcanzan todo su esplendor. En definitiva, el lugar por antonomasia de la contemplación hay que situarlo en las relaciones interpersonales, antes aún que en la experiencia artística. Ciertamente el trato esponsal o erótico representa aquí el paradigma, pero no por eso la contemplación deja de estar presente en las demás formas de amistad, aunque difieran esencialmente del trato erótico. Se suele decir, por ejemplo, que los amigos no necesitan palabras para sentirse a gusto juntos, en presencia recíproca. Cuando esto sucede significa que cierta verdad se ha hecho patente entre ellos, y su común contemplación les une íntimamente. En tal caso las palabras se reabsorben en el silencio, y las acciones en la presencia; callar es entonces hablar, y hablar, callar. La común contemplación de cierta verdad cualifica así el silencio y lo torna admirablemente comunicativo.

 

Vale la pena subrayar esta íntima relación entre contemplación y amistad, en orden a fundar adecuadamente una “estética de la vida cotidiana”. Existe, en efecto, el inveterado prejuicio de “situar” la contemplación fuera de la vida ordinaria, como algo propio de lugares y momentos insólitos y de personas peculiares. Análogamente a la contemplación mística, que según cierta teológica ya superada sólo sería posible fuera del mundo, en el desierto o los conventos pero no en medio de la calle, así también cierto esteticismo anticuado sitúa la contemplación estética en ámbitos exclusivos: el museo, el palacio, la galería, el auditorio, o bien el paraje exótico, la puesta de sol,  etc. Tal extrañamiento de la vivencia estética, aún presente en la mentalidad común, empobrece notablemente la vida familiar y las relaciones sociales.   

 

 

Contemplación y conducta ética

 

Además de despertar el amor, e indisolublemente unido a él, la contemplación de la verdad despierta el sentido del deber: siento que debo vivir en conformidad con  lo que amo. “Toda felicidad que no engendra un deber —dice Gustave Thibon— empequeñece o corrompe”. Hemos de recordar aquí, en contra de la tradición nominalista, la distinción entre deber y obligación. Ésta última es la constricción moral, justa o injusta, que nos sobreviene desde fuera: leyes, familia, tradición, etc. Lo propio del deber, en cambio es brotar de dentro, es decir, ser suscitado por la conciencia personal. La lucidez y agudeza de esta conciencia está en proporción directa con el talante contemplativo de la persona. A diferencia, pues, de la obligación, la fuerza del deber varía según el grado de penetración en la verdad contemplada. De aquí deriva la importancia moral de purificar la mirada del corazón, que se alcanza mediante el dominio de la vista y de los demás sentidos. En el contexto de nuestro mundo audiovisual, tal disciplina de los sentidos representa un auténtico desafío ético y estético, que requiere coraje, cultura y creatividad. El talante contemplativo, en efecto, se traduce en un modo de mirar habitual, caracterizado por cierto despego crítico ante los reclamos audiovisuales, cierto distanciamiento soberano que le permite desasirse de las necesidades inmediatas; el contemplativo renuncia a fijarse, en el sentido de quedar fijado al objeto de su visión. “Quedar fijado” a y por una imagen, particularmente la publicitaria, significa atar el corazón, cortarle las alas e impedirle remontarse no sólo ética sino estéticamente. En cambio el entrenamiento ético de los sentidos contribuye de manera directamente proporcional a la vivencia estética de la vida ordinaria, hasta el punto de producirse un auténtico feedback entre contemplación estética y superación ascética.     

 

BIBLIOGRAFÍA

PIEPER, Josef, “Felicidad y contemplación”, en El ocio y la vida intelectual, Rialp, Madrid 1974, pp. 229-338. Labrada, María Antonia, Estética, EUNSA, Pamplona 1998, pp.15-23. PLATÓN, Banquete (trad. M. Martínez Hernández);  Fedro (trad. E. Lledó Íñigo), Gredos, Madrid 1986, pp. 143-287 y 289-413 respectivamente. barbotin, Edmond, “El rostro y la mirada” en El lenguaje del cuerpo 2. Las relaciones interpersonales, Pamplona 1970 (pp.137-222). Martí García, Miguel-Ángel, La admiración, EIUNSA, Barcelona 1997. Castilla, Blanca, La complementariedad varón-mujer. Nuevas hipótesis, Rialp 1993. Ballesteros, Jesús, “Aspectos epistemológicos: lo visual, lo cuantitativo, lo exacto, lo disyuntivo”, en Posmodernidad: decadencia o resistencia, Tecnos, Madrid 1997, pp. 17-24.

 

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