sábado, 12 de febrero de 2022

El cuerpo, palabra de la persona

  


 

- Intencionalidad del cuerpo.

- Cuerpo, diálogo y figura.

- Humanización del cuerpo: gesto, compostura, arte.

- Cuerpo humano como don

 


Desde una perspectiva personalista el cuerpo humano es la dimensión visible e histórica de la persona. Merced a él estamos presentes en el espacio y el tiempo, asistimos a nuestra historia y la de los demás y tomamos postura, literalmente, respecto de las cosas con que hacemos la vida. En el cuerpo la persona figura aconteciendo, pasando, actuando, aventurándose, exponiéndose; en una palabra, de forma dramática. Por todo ello el cuerpo es el eje de la moralidad.

 

Velo y revelación de la persona, el cuerpo presenta una misteriosa ambigüedad cuyas raíces se encuentran en la unidad sustancial del hombre (corpore et anima unus). Esta unidad la recibimos incoada, como una tarea, siempre por lograr, incierta, sometida al riesgo de la libertad. Mediante las virtudes el individuo integra su cuerpo, lo vive según infinitos matices y calidades y lo hace revelación de su persona; faltando esa lucha, en cambio, el cuerpo se torna alienante, encubre a la persona, la disgrega en mil direcciones y la hurta a la convivencia. Según esté encendida o apagada la luz del espíritu, la pantalla del cuerpo transparenta a la persona o la esconde, incluso ante sí misma.

 

Esta condición espiritual es lo que distingue esencialmente el cuerpo humano del animal. El hombre propiamente no tiene cuerpo sino que es corpóreo: vive según el cuerpo, asumiéndolo libremente en un sentido u otro, lo cual, paradójicamente, le hace ser más corporal que cualquier animal. Y al igual que la espiritualización del hombre admite grados, también se dan grados de corporeidad según el temple moral del individuo. Como dice Guardini, “el cuerpo es tanto más cuerpo cuanto más espiritualizado, y el espíritu tanto más espíritu cuanto más encarnado”. El  espíritu, en efecto, nos permite distanciarnos intencionalmente del cuerpo para superarnos en él y desde él. Importa notar este matiz ya que precisamente ser corpóreos en vez de “tener cuerpo” es lo nos permite “tener” cosas, o sea dominar el mundo: solamente se pueden tener cosas si el cuerpo no es una de ellas. Pues si lo tratamos como una de ellas, no sólo nos cosificamos nosotros, sino al mundo mismo, como sucede en la mentalidad utilitarista. Olvidada nuestra índole personal, el mundo degenera en mero almacén de objetos disponibles, material manipulable y explotable, como acertadamente denuncia el ecologismo.

 

 

Intencionalidad del cuerpo

 

Es la característica principal del cuerpo humano. Significa que mi alma espiritual (entender, querer, amar) actúa sin cesar a través de mi cuerpo, como agua que rebosa de la pila de una fuente. El cuerpo es lo perpetuamente rebasado, el lugar donde me anticipo a mí mismo para vivir hacia delante, más allá de este espacio y tiempo que me alojan; más que aquí vivo donde apuntan mis deseos e intenciones, donde está mi amor. Más que existir, el hombre pro-existe. De tal forma que cualquier acción corporal implica en mí una opción ética ineludible: ofrecerme, encubrirme, comunicarme, envilecerme, sincerarme, presentarme, relacionarme, arriesgarme, protegerme, etc. Operaciones tan ordinarias como la higiene, la comida, los desplazamientos, el atavío, etc., me realizan en un sentido u otro; en ellas decido sobre mi persona; mi hacer revierte en mi ser; hacer algo es modelarme como alguien. No sólo eso, sino que siempre es más lo que el cuerpo dice que lo que hace, pues dice mucho aunque no haga nada. Y ello hasta el punto de que a veces mi actitud corporal contradice mis palabras, me delata, me desacredita; mi aspecto y conducta me traicionan; en definitiva mi cuerpo me dice constantemente, a pesar de mí mismo. Sólo mediante la integridad moral consigo conciliar lo que soy con lo que parezco.

 

Por todo lo cual mi cuerpo me hace radicalmente responsable: me atribuye una apariencia que reclama autenticidad moral; me fuerza a figurarme de algún modo, no sólo ante los demás, sino sobre todo ante mí mismo; a inventar una imagen con la cual responder a estas preguntas inesquivables: ¿por quién me tomo?, ¿quién me creo que soy?, ¿de qué voy? Estas preguntas reclaman una respuesta incesante, porque el hombre nunca es idéntico a sí mismo: todavía no es el que debe, o pretende, o cree, o quiere, o se siente llamado a ser. Y esta respuesta incesante, a la vez ética y estética, no es otra cosa que la cultura.

 

Importa mucho insistir en la intencionalidad del cuerpo porque hoy priva una visión cosificante de él, por influjo del positivismo científico. Nos olvidamos con frecuencia de que “lo biológico”, “lo fisiológico”, “lo anatómico”, “lo físico” etc., son nociones que resultan de aplicar a la realidad el grueso cedazo de la abstracción científica; conllevan gran dosis de intelectualismo que las hace inadecuadas para entender a la persona real y concreta. En efecto, para estudiar biológicamente el cuerpo la ciencia abstrae su intencionalidad, deja aparte su carácter personal, su expresividad intrínseca, etc.; realiza, en definitiva, cierta vivisección a fin de acotar su estudio. Esto que en el campo científico es legítimo, en las relaciones personales resulta equívoco, cuando no abiertamente pernicioso. Ejemplo paradigmático es la noción vulgar de  “sexo”, que se entiende reductivamente como pura mecánica fisiológica, objeto de uso y consumo.

 

 

Cuerpo, diálogo y figura

 

La confirmación de lo dicho la hallamos en el encuentro interpersonal. En virtud de mi cuerpo no sólo estoy adscrito a una especie (la humana, homo sapiens), sino mucho más: soy único, o lo que es lo mismo, tengo rostro. Mi rostro me con-fronta, me en-cara literalmente con mi prójimo, y en esta reciprocidad hallo mi identidad. Mi rostro por tanto no sólo expresa mi unicidad sino mi apertura intrínseca a los demás, como persona que soy. Esta orientación natural al diálogo se traduce visiblemente en la posición erecta, exclusiva del hombre, que permite el cara a cara. Las personas en cierto modo se son espejos: lo que hace ser a un rostro es poder recibirse en la mirada del otro, que es recíproca. Machado lo expresaba muy bien: tu ojo no es ojo por que lo veas, es ojo porque te ve.

 

La reciprocidad de que hablamos, privativa de la conciencia humana, se manifiesta en primer lugar, como hemos dicho, en la mirada, y de ahí redunda en toda la figura. Como concepto de psicología de la percepción, la figura (en alemán Gestalt) es por antonomasia la humana. Su nota  específica es la reciprocidad, que le confiere una intensidad expresiva única. No es sólo una “totalidad visual con sentido”, como las demás figuras, sino con sentido dialógico. A través de mi figura mantengo un diálogo sutil pero constante con todos los que convivo: hablo, interpelo, pregunto, respondo, y todo ello sin apenas advertirlo.

 

 

Humanización del cuerpo: gesto, compostura, arte

 

Ya hemos dicho que la corporeidad humana pide, como algo natural, una expresión cultural;  necesita ser interpretada e inventada por la libertad. Aunque humano, nuestro cuerpo está siempre por humanizar.

 

Y la humanización más elemental es el gesto, en sentido amplio de la palabra. Como sugiere su etimología (de gero tomar, llevar), gesto viene a ser “tomarse uno a sí mismo como un todo”. Mediante el gesto, en efecto, respondo a cada circunstancia con mi única palabra, o sea yo, pero pronunciándola de mil modos diversos; acomodo mi aspecto a mi historia personal. Es cierto que no podemos modelar directamente nuestro gesto espontáneo, pero sí el talante personal del que procede. Por eso el gesto es quizá la manifestación cultural más sutil e inmediata que cabe experimentar, y de ahí su peculiar valor.

 

 El gesto pide a su vez otras prolongaciones culturales: por un lado el habla, con la que forma un todo, y por otro lo que podríamos llamar “artes de la presencia”: urbanidad, indumentaria, compostura, etc.; elementos sensibles que, en la medida que se ordenan al diálogo, lo complementan y enriquecen de modo natural. Realzada por tales medios la figura humana se intensifica y cobra innumerables matices. Por esto mismo las artes de la presencia, que abordaremos en otro lugar, son también esencialmente dialógicas.

 

Los medios de que venimos hablando pueden no obstante des-figurar a la persona, acallar su voz genuina, equivocar su aspecto, interponer una pantalla de afectación: en una palabra, existe la posibilidad de las mentiras corporales. Ocurren cuando alguien elude presentarse como quien es y cede al miedo o la presión ambiental. La mentira corporal demuestra cierta crisis de identidad, que se acentúa mientras se pronuncia equivocadamente esa palabra que es la propia persona : si no sabes quién eres tampoco sabes qué dices.

 

La estructura simbólica del cuerpo humano, por tanto, impone ciertas reglas, éticas y estéticas al mismo tiempo, que deben observarse en el tratamiento artístico del cuerpo, especialmente en cine, fotografía y moda. Condición y fundamento de todo signo, el cuerpo humano posee un significado originario, previo a cualquier otro que se le añada. El núcleo de este significado es la vocación esponsal, por la cual el cuerpo humano siempre dice a la persona. Por eso la figura corporal es portadora de una verdad inalienable. La verdad de mi cuerpo soy yo; la mentira es cualquier uso de mi cuerpo como algo distinto de mí (una herramienta, un juguete, una mercancía, un material biológico, una obra de arte, etc.), es decir, privándolo deliberadamente de su identidad y dignidad. Respecto de su cuerpo el hombre no puede, aunque quiera, tener una mera relación de uso; con el cuerpo todo uso es un abuso, pues usar quiere decir interpretar lo usado como una cosa, y para el hombre interpretarse cosa es envilecerse.

 

 

Cuerpo humano como don

 

La vocación esponsal no sólo dice a la persona sino que la dice como don. El don de sí, en efecto, es el sentido último de la existencia humana, la vocación que funda todas las demás, lo único que realiza plenamente a la persona. Respecto al don de sí el cuerpo es su signo y su condición de posibilidad; es la persona misma en cuanto susceptible de darse. Sólo en el cuerpo y según el cuerpo es posible el amor humano, cualquiera que sea su forma. Cierto que en el matrimonio tiene lugar la unión según el cuerpo de modo singular y paradigmático, pero lo esponsal rebasa infinitamente lo matrimonial. Incluso podemos decir que la existencia humana en su totalidad acontece según el cuerpo, y por eso mismo posee dimensión esponsal. Así lo comprende el Cristianismo en la perspectiva de la Encarnación, según la cual todo lo humano se halla envuelto en una relación esponsal con Dios cuyo eje es Cristo, el Dios hecho carne. A la luz de este misterio comprendemos que en lo corporal siempre late lo esponsal. Por ejemplo en la presencia, que es la manifestación corporal más básica, adivinamos una entrega incoada, un don de sí incipiente, una afirmación del otro, una apertura al amor, admitiendo todo ello diversos grados. Así ocurre en la palabra de Cristo en la Última Cena “esto es mi Cuerpo” (Mt 26, 26), que equivale a decir: “aquí estoy presente, soy yo aquí y ahora, soy yo en trance de ofrecerme”. Por su alusión a la entrega voluntaria, la frase evangélica expresa, además, el grado máximo de presencia corporal, pues en ella se asume la debilidad, la indigencia y la vulnerabilidad. En el cuerpo, efectivamente,  la persona está expuesta al dolor y a la muerte, y necesitada de salvación; por eso en los niños y enfermos la presencia adquiere peculiar intensidad. La fragilidad del cuerpo pone de manifiesto su significado esponsal, aunque también lo hace, de otro modo, la belleza y el vigor físico. Los diversos significados se concilian e iluminan mutuamente en el don de sí salvador, pues la persona se recibe dándose, se gana perdiéndose y se salva entregándose. En este sentido Tertuliano (s. III) consideraba al cuerpo como “quicio de la salvación” (caro salutis est cardo).

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